martes, 20 de octubre de 2015

De putivuelta: Entre cartones

Esa noche tenía una fiesta en la terraza de un holandés que Mamen Mela se estaba follando desde hacía unas semanas. Luego, el plan era ir al Apolo salvo que la fiesta degenerará en orgía antes de tiempo, cosa con la que todas fantaseábamos aunque supiéramos que por desgracia no iba a ser así. Tenía que pasar por un cajero antes de ir hacia allá. Cuando pasé por delante del primero que no me cobraba comisión, vi que el externo estaba fuera de servido. Tenía pues que sacar dinero en el cajero interior, que estaba ocupado por un par de indigentes que se habían hecho fuertes montándose una habitación con todo lujo de detalles: desde mantas raídas y cartones a colillas de cigarrillo y tetrabriks de vino. Cuando entré pude constatar que estaban durmiendo la mona. Un hedor a orín, excrementos secos y sudor bloqueó mi pituitaria. Uno de ellos roncaba a mandíbula batiente, el otro respiraba acompasadamente.

Introduje la tarjeta, puse mi número secreteo y saqué unos 100€. Pensaba conseguir que algún pobre infeliz me pagará las copas en la discoteca, pero igualmente debía pagar mi parte de las drogas de la noche y convenía salvar una parte por si acaso no había suficiente con lo que pudiera conseguir a base de eventuales pagafantas. Cuando metí el dinero en mi cartera y la cartera en mi bolso, escuché que uno de los vagabundos carraspeaba. Vi como sus ojos inyectados en vino deseaban ver más allá de la sombra que proyectaba la minifalda sobre mis piernas. Se relamió para humedecer su boca. De entre sus dientes  se proyectó un “¿Tienes fuego?” un tanto cazallero. Un escalofrío recorrió mi columna vertebral, mientras oscuramente un anhelo se despertaba en lo más profundo de mi lívido. Entre aquella maraña de pelos y roña se adivinaba la atormentada vida de un atractivo hombre de ojos azules, venido a menos por el alcohol barato y dios sabe qué otros problemas. Me acerqué lentamente, sorprendida de la insinuación que otorgaba inconscientemente a mis movimientos. Saqué el mechero de mi bolso, me agaché consciente de que el sin-techo tendría una privilegiada visión de mis pechos mientras le encendía la chusta de la colilla que acaba de coger del suelo.

“¿Hace cuánto que no te hacen una buena mamada?”, le pregunté a bocajarro, entre susurros. Sus ojos se salieron de sus órbitas. Carraspeó nervioso. Se movió incómodo hacia atrás. “¿Dónde está la trampa?”, me preguntó a modo de respuesta. Le dije que no había trampa, que estaba cachonda y que hoy él tenía su día de suerte. Mientras hablaba acariciaba su entrepierna sintiendo su sexo crecer al compás de mis palabras. Le besé en la boca, mientras con las manos desanudaba el cable que llevaba a modo de cinturón. Su boca sabía a cenicero y vino rancio. Descubrí su polla erecta rodeada de un frondoso bello púbico, como un torreón en medio de un bosque espeso. Llevé mis labios a su glande, lamiéndolo con cortos movimientos de la punta de mi lengua. Cuando sus gemidos empezaron a ser continuos bajé la cabeza, dejando resbalar su polla por mis labios hasta que toda ella quedó cubierta por mi cavidad bucal. Una arcada me sobrevino, traté de controlarla. Me invadió el asco. Sabía a orín y a sudor. La falta de higiene y el olor de su excitación se conjugaron con el fuerte hedor a ceniza y vino, a ropa sucia, a basura y descomposición, a rancio. Saqué la polla de mi boca de golpe y empecé a lamer sin control, como una loca, de arriba abajo, tratando así de colapsar mis sentidos, estimulando caóticamente su erección. Cuando por fin me acostumbré al asco que se acumulaba en el fondo de mi paladar, seguí lamiendo con ímpetu su glande, a pequeñas bocanadas, mordiendo de vez en cuando el extremo distal de su prepucio. Sus gemidos subieron el volumen rápidamente y supe por su respiración que su excitación estaba cerca del apogeo, del clímax. Se corrió en mi boca. Su semen era agrio y áspero. Jamás había probado una lefa así, abundante y con unos grumos ásperos de cierta consistencia extrañamente granulosa. Me limpié con un kleenex, mientras me alejaba sin mediar palabra, viendo la satisfacción en su mirada. Lo dejé sonriendo, golpeando con aspavientos a su vecino de cajero, que había estado roncando profusamente todo el tiempo, con el ánimo de explicarle lo que acababa de ocurrir.

Subí de nuevo a casa para limpiarme en condiciones. Al llegar, vomité en el lavabo, abrumada por lo que acaba de hacer. No sé bien qué es lo que me había llevado a hacerlo. Quería pensar que se había tratado de  una preciosa obra de caridad, mucho mejor que darle cuatro monedas mal contadas para que se comprara un bocadillo; y que agradecería más mi mamada que el cartón de vino que realmente se habría comprado con esas cuatros monedas. Sin embargo, sé que no fue la caridad lo que me movió a hacerlo sino el morbo.  La virtud viciosa de mi búsqueda hedónica del placer por el placer, en libertad e independencia, el deseo de satisfacer a ese indigente alimentando al mismo tiempo las oscuras fantasías de mi ser más profundo. Quizá esto no sea más que palabrería pseudofilosófica que adorna algo que en realidad es mucho más elemental, quizá aquellos ojos azules inyectados en sangre y vino simplemente me pusieron cachonda y como últimamente no le pongo fronteras al deseo, me dejé llevar sin más. Me fui a sacar dinero y acabé de putivuelta, no todo en esta vida va a ser caviar y noches de hotel de 5 estrellas, una buena polla en crudo, sin limpiar, de vez en cuando tampoco está mal y con esa idea es con la que me quedo.
  

Basado en pechos reales,

por CARMELA PELAS


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