miércoles, 22 de julio de 2015

De putivuelta: Tercera edad

Trini Menroto me habló recientemente de una amiga suya, enfermera en geriatría, que mientras limpiaba a un enfermo de Alzheimer observó como éste se empalmaba y no pudo contener el impulso de masturbarle durante un buen rato. Dice que su amiga quedó fascinada por el tamaño del miembro del paciente y que incluso estuvo por hacerle una mamada, pero cuando se dio cuenta de que el hombre resoplaba tuvo miedo de que se pusiera a gritar y acabarán pillándola. Entonces, profesionalmente, pasó la esponja por el perineo del enfermo, procedió a darle la vuelta y continuó con su tarea cotidiana. Mamen Mela me habló también de una cuadrilla de jubilados de su barrio que a duras penas pueden mantenerse en pie, con los que frecuentemente coincide en la farmacia cuando va a comprar sus anticonceptivos y los lubricantes a granel. Algunos de esos ancianos son asiduos compradores de Viagra. “Tendrías que verlos, me dice, hay uno que anda con dos muletas arrastrando las piernas por el suelo”. Entre carcajadas imaginamos sus contorneos pélvicos y suponemos su manejo experto de la lengua.

La confluencia de estas historias dejó en mí un poso de curiosidad que me estremecía, el deseo ardiente de follarme a un abuelo. No quería un anciano estándar, con buena salud y un corazón de hierro. No quería un hombre maduro recién jubilado. Quería un abuelo que estuviera en las últimas, en los albores de la muerte, un viejo que jadeara sobre mí los que posiblemente serían sus últimos estertores. No, no quería que se muriera estando conmigo, pero quería sentir que posiblemente yo sería su último instante de felicidad plena, su orgasmo definitivo. Por eso, durante un tiempo estuve frecuentando el Duvet, pero ahí sólo había viejos con la libido funcional, embadurnados de colonia y con limitadas pero existentes condiciones para el baile (y por tanto para el folleteo), ya fueran con cadera de serie o recién operada.

Comprendí que debía asaltar a uno de esos viejos del barrio de Mamen y así lo hice. Me las arreglé para, escotada y bien ceñida, putivoletar alrededor de la farmacia y del casal de ancianos del barrio. Vi al viejo de las muletas y me acerqué a él. Se puso rígido al verme, se recolocó la dentadura mientras babeaba.  Al cabo de un rato de zorreo absurdo vi que tenía que ir a saco. “Quiero follarte”, le dije. En su cara se dibujó un rictus y luego se iluminó, miró a su alrededor como buscando una hipotética cámara oculta. Farfulló algo ininteligible. “No me preguntes por qué, ni yo misma lo sé, digamos que es tu día de suerte. Sé que me quiere follar, acércate a la farmacia, compra Viagra y vamos a mi casa”. Él se recompuso, se acercó al borde de la acera y alzó el brazo al ver un taxi acercarse. Se giró hacia mí. “Tengo Viagra en la cartera y no hace falta que vayamos a tu casa, conozco el sitio perfecto”. En el taxi se llevó la pastilla a la boca, salivó todo lo que pudo, de manera forzada y ruidosa, y tragó con ímpetu. Empecé a estimularle el pene poco a poco. Era un minúsculo pellejo insensible que lentamente empezó a ponerse cada vez más viscoso, sin crecer ni un milímetro. Al cabo de un rato, el taxi nos dejaba frente a un edificio de apartamentos, para entonces su pene era una masa algo más consistente. Estaba morcillón. Entramos en un discreto hotel donde parecían conocerle, aunque disimulaban. El tipo era un putero profesional, estaba claro. Se tumbó en la cama, me hizo poner arriba. Me invitó a anclar mis nalgas en su cara. Puse mi coño sobre su boca. Lamió con un virtuosismo insospechado. Me estremecí de placer. Cerré los ojos bien fuerte soñando que me lamía un forzudo cubano, mulato y musculoso. Abrí los ojos y aquel saco de huesos y pellejos se esforzaba por respirar. Me puse a horcajadas, introduje su polla octogenaria en mi coño húmedo de saliva y flujo. Apreté bien los ojos y me puse a cabalgar. Tuve miedo de romperle la cadera así que convertí el galope en un trote y el trote en un pequeño vaivén, como si fuera un bebé meciéndose en un tacataca de frágil cristal. Él jadeaba y murmuraba guarradas ininteligibles. Una especie de grito ahogado me dio a entender su final, su orgasmo sin esperma. Un agüilla semitrasnparente perlaba la punta de su prepucio.  Me tumbé a su lado. Al cabo de un rato, vi cómo se incorporaba. Se fue a lavar, se vistió y antes de irse me dejó un billete de 200€ sobre la cómoda. Está bien, no me sentí ofendida, los acepté. Me había follado a un viejo moribundo por propia voluntad, por curiosidad morbosa, y encima me iba con 200€ más en el bolsillo. No se podía decir del todo que había sido un mal día, salvo, claro, tal vez por la repugnancia de tener ese cuerpo escuálido y desagradable bajo mis piernas, por el asco de su lengua pútrida en mi coño, de ese pene erecto pero inconsistente dentro de mí.

No había salido como esperaba, pero ¿qué demonios esperaba follándome a un viejo putero moribundo?


Basado en pechos reales,
por CARMELA PELAS